Lo
mejor de las plantas silvestres, sin duda, es su humildad y personalidad. Nacen,
crecen, se reproducen y… vuelven a nacer avisándonos (con más o menos
precisión) de los cambios de temporada. No piden cuentas a nadie, las diferentes
especies se buscan la vida como pueden y, si se da el caso, “negocian” entre
ellas para repartir espacio.
El
resultado es más o menos similar a lo que se suele ver en muchos diseños de jardines,
donde se mezclan plantas de manera muy equilibrada y con gran atractivo, pero
en la mayoría de las ocasiones, carentes del principal signo de distinción de
las silvestres: la modestia con la que se presentan, esa que solo la luz del
sol es capaz de aplacar, para resaltar con orgullo una flora que brilla con luz
propia.
En
los jardines se pueden crear combos espectaculares, parterres, y toda clase de
laberintos laboriosamente dibujados que caracterizan algunos jardines
históricos. Se pueden sembrar alegres praderas y, en definitiva, perseguir
a la naturaleza, pero su belleza es
imposible de reproducir. En todo caso, se logra simular las sensaciones que
nos brinda, con recreaciones más o menos acertadas; imitar; tomar prestado
algún fragmento; pero robarla, por más que nos empeñemos, no podemos, siempre
se escapa.
Esto
es lo que se puede ver en el campo, en el mismo vivero, justo al lado de los
invernaderos donde se reproducen plantas de las que luego presumimos orgullosos de su belleza. Y a
pocos pasos, siempre dentro de este espacio dedicado al cultivo de plantas
ornamentales, encuentras pequeños tesoros que se alimentan de la madre
naturaleza, que brotan y rebortan, florecen y, en ocasiones, se aprovechan de esos residuos que el riego con abono les
proporciona accidentalmente. Son las silvestres que, como cenicientas, se han
vestido de fiesta para la primavera.