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Sillas Adirondack en un jardín
de Upperville, Virginia •• Karl Gercens
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Son sillas sencillas, cómodas y sin pretensiones, que podrían ser aun más
populares si llevaran incorporado un paisaje similar al que ofrece el macizo
montañoso que le dio nombre a su diseño. Me refiero a las montañas de Adirondack, en el noroeste del estado estadounidense de
Nueva York.
Todos reconocemos las sillas Adirondack,
aunque no sepamos su nombre. Un clásico del diseño estadounidense que hemos
visto miles de veces, especialmente en esa “casa del lago”, un escenario recurrente
para los exteriores de numerosas películas estadounidenses, en el que suelen aparecer un par de sillas Adirondack donde los protagonistas se sientan y charlan al
caer la tarde, a veces con una manta que les cubre, porque ya empieza a refrescar.
Siempre mirando al lago y con paisajes de película, claro. La conversación de los protagonistas no nos interesa mucho ahora, pero las sillas, sí.
La primera silla Adirondack
fue creada por Thomas Lee alrededor de
1903. Lee tenía una casa de campo en Westport, una ciudad en el condado de
Essex, Nueva York, que se encuentra dentro del parque de Adirondack. Lee buscaba
muebles cómodos y económicos para su jardín con vistas a las montañas de
Adirondack, pero sus intentos fueron en vano y decidió diseñarlos él mismo.
Al parecer -todo apunta a que hay algo de leyenda- Lee creó varios
prototipos de las sillas hechos con solo once
piezas de madera sin nudos, todas del mismo árbol. Propuso a 22 miembros de
su familia que las probaran para comprobar qué diseño era el que resultaba más cómodo para su propósito. Entre todos los prototipos, parece que el diseño que tuvo mayor aceptación
fue el que tenía la conocida reclinación suave del
respaldo y el asiento, y los amplios reposabrazos de las sillas que
conocemos hoy en día.
Lo más curioso es que Thomas Lee cedió los dibujos del diseño a un
compañero de caza, Harry Bunnel, un carpintero
local que vio el potencial comercial de la silla, dado que aquella era una zona frecuentada por
veraneantes de un nivel económico muy alto. Sin que Lee tuviera conocimiento de
ello, solicitó una patente para el
diseño, que recibió en 1905. Bunnell llamó a las sillas Westport Chairs, y
las vendió de forma muy rentable durante los siguientes veinte años. Lee nunca
recibió ninguna de las ganancias de ese rentable negocio y tampoco existe
evidencia de que la hubiera buscado.
Desde entonces, la silla ha sido adaptada una y otra vez. A pesar de esas
adaptaciones, las sillas Adirondack son perfectamente reconocibles y, aunque parece
que están diseñadas para disfrutarlas en un jardín con extraordinarias vistas, podemos
conformarnos con menos, siempre y cuando nuestra imaginación nos lleve a un paisaje soñado y, sobre todo, a una casa junto al lago.


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